Estamos hablando de una prestación que debe tener una dotación que se acerque lo máximo posible a la cobertura de las necesidades básicas y que, por lo tanto, debe ser una cantidad que busque mitigar el peso físico y mental que implica la necesidad de cubrir el coste de vida por parte de la clase trabajadora.

El panorama sociopolítico que nos rodea actualmente se alimenta principalmente de las consecuencias que derivan de las múltiples crisis que se han encadenado en las últimas dos décadas. Entre estas, destacan la crisis económica global de 2008 que restringió el significado de lo que significa pertenecer a la mal llamada clase media, la “crisis migratoria” de 2015 que nació a raíz de los sucesos de la Primavera Árabe –con el asesinato del presidente de Libia Muamar al-Gaddafi, la guerra civil siriana y el atentado terrorista contra el semanario satírico francés Charlie Hebdo como momentos clave–, así como la crisis sanitaria o pandemia de la Covid-19 que sirvió para catapultar a los ultra-ricos a un nivel de acumulación material nunca visto antes.

Ninguna de estas crisis ha servido para centrar la agenda política en la lucha contra la voracidad del sistema en el que estamos inmersos, es más, han sido la excusa soñada por la élite económica para consagrar su bienestar en detrimento del resto, aumentando la desigualdad económica y poniendo a ciertas minorías en el centro de las quejas por el malestar social acumulado.

La culpabilización de estas minorías se está llevando a cabo mediante maniobras de distracción a través del miedo: no hay una crisis laboral, son las personas inmigrantes las que se están quedando con los puestos de trabajo; no hay pobreza severa, sino un exceso de gente que no hace nada; no vivimos una crisis habitacional, la culpa del aumento de precios la tienen los que ocupan pisos vacíos –de bancos y fondos de inversión–. La lista es larga y evidencia una deriva del sistema económico neoliberal que en su fase de poli-crisis muestra su faceta más letal hacia los grupos sociales más vulnerabilizados.

El denominador común que explica esta realidad se resume en el exceso de acumulación de riqueza en manos de cada vez menos personas: más de tres cuartas partes (76%) de la riqueza mundial está concentrada en el 10% de personas más ricas según un estudio de la Base de Datos sobre Desigualdad Mundial (2022). Y en nuestro país, esta realidad se traduce en los siguientes indicadores, entre otros: según datos de la OCDE (2024), desde la crisis de 2008 el salario medio solo ha subido un 2% en España, se dedica cerca del 60% del sueldo al alquiler, y mientras la espera para acceder a un psicólogo público en Cataluña ya se sitúa en 3 meses entre los jóvenes, el suicidio sigue siendo la primera causa de muerte entre este grupo demográfico.

Mientras tanto, nuestros gobiernos fracasan estrepitosamente gestionando estas penurias con fórmulas equilibristas y posicionamientos equidistantes que se resumen en anuncios sin impacto transformador y políticas públicas que intentan casar los intereses de las élites económicas con los de los colectivos más empobrecidos de la sociedad. Un cúmulo de promesas que se marchitan antes de brotar, y que explican el auge, a nivel mundial, de simpatizantes con las tesis simplistas de la extrema derecha debido a la acumulación de fracasos de las políticas neoliberales.

Todas estas maniobras de equidistancia calculada tienen una misma raíz, la negación de la clase dirigente a apostar por una política de redistribución justa que ponga en el centro las necesidades materiales de aquellas personas que se ven privadas del resultado de su trabajo, que se atribuye, sistemáticamente, a las capas más acomodadas de nuestra sociedad. Una medida que ayudaría a paliar esta realidad, y que tiene todo el sentido en los tiempos que corren, es la renta básica universal (RBU).

Por su capacidad transformadora probada –con diferentes pruebas piloto en todo el mundo–, la RBU se presenta como una oportunidad única para caminar hacia una justicia social equitativa a partir de la redistribución de la riqueza. Se trata de una herramienta que se alimenta de la riqueza acumulada por la oligarquía del capital y que, por lo tanto, exige que paguen más impuestos aquellos que tienen más patrimonio. Sin negarles esta prestación por su universalidad, los grupos demográficos más acomodados deberían pagar un tipo impositivo mucho más elevado que haría irrisorio el ingreso que les correspondería en concepto de RBU.

Estamos hablando de una prestación que debe tener una dotación que se acerque lo máximo posible a la cobertura de las necesidades básicas y que, por lo tanto, debe ser una cantidad que busque mitigar el peso físico y mental que implica la necesidad de cubrir el coste de vida por parte de la clase trabajadora. Y esto debe suceder, por un lado, limitando la concentración oligárquica de la riqueza; y por otro, repensando las políticas asistencialistas actuales, redirigiendo los recursos públicos destinados a subsidios condicionados hacia una prestación sin más exigencias que la de existir.

En un mundo en el que la desigualdad económica no para de crecer, así como la precariedad y consecuente crispación de las personas empobrecidas, se hace imperativo que la clase política abrace la oportunidad que supone la RBU como herramienta para abordar los males que vivimos y todos aquellos que se anuncian. La RBU es un instrumento que puede servir para limitar los miedos con los que nos ciegan para distraernos de la verdadera amenaza: este sistema económico diseñado para la supervivencia de aquellos que amasan fortuna a costa del esfuerzo de la mayoría.

Fuente: https://catalunyaplural.cat/es/una-renta-basica-contra-las-politicas-del-miedo/